Mensaje “urbi et orbi” del Papa Francisco tras la Misa de Pascua : La misericordia de Dios siempre vence
Acoger la gracia de la resurrección de Cristo
Queridos hermanos y hermanas de Roma y de todo el mundo: ¡Feliz Pascua! ¡Feliz Pascua!
Es una gran alegría para mí poderos dar este anuncio: ¡Cristo ha resucitado! Quisiera que llegara a todas las casas, a todas las familias, especialmente donde hay más sufrimiento: a los hospitales, a las cárceles…
Quisiera que llegara sobre todo al corazón de cada uno, porque es ahí donde Dios quiere sembrar esta Buena Nueva: ¡Jesús ha resucitado, hay esperanza para ti, ya no estás bajo el dominio del pecado, del mal! ¡Ha vencido el amor, ha vencido la misericordia! ¡La misericordia de Dios vence siempre!
También nosotros, como las mujeres discípulas de Jesús, que fueron al sepulcro y lo encontraron vacío, podemos preguntarnos qué sentido tiene este acontecimiento (cf. Lc 24, 4). ¿Qué significa que Jesús ha resucitado? Significa que el amor de Dios es más fuerte que el mal y que la muerte misma; significa que el amor de Dios puede transformar nuestra vida y hacer florecer esas zonas de desierto que hay en nuestro corazón. ¡Y esto lo puede hacer el amor de Dios!
Ese mismo amor por el que el Hijo de Dios se hizo hombre y anduvo hasta el final por el camino de la humildad y de la entrega de sí, hasta los infiernos, hasta el abismo de la separación de Dios; ese mismo amor misericordioso inundó de luz el cuerpo muerto de Jesús, lo transfiguró, lo hizo pasar a la vida eterna. Jesús no volvió a su vida anterior, a la vida terrenal, sino que entró en la vida gloriosa de Dios y entró en ella con nuestra humanidad, abriéndonos a un futuro de esperanza.
Esto es la Pascua: el éxodo, el paso del hombre de la esclavitud del pecado, del mal, a la libertad del amor, del bien. Porque Dios es vida, solo vida, y su gloria somos nosotros: el hombre vivo (cf. San Ireneo, Adv. hæreses, 4, 20, 5-7).
Queridos hermanos y hermanas: Cristo murió y resucitó una vez para siempre y por todos, pero el poder de la Resurrección, este paso de la esclavitud del mal a la libertad del bien, debe llevarse a cabo en todos los tiempos, en los espacios concretos de nuestra vida, en nuestra vida diaria. ¡Por cuántos desiertos, hoy también, ha de atravesar el ser humano! Sobre todo por el desierto que hay dentro de él, cuando falta el amor de Dios y del prójimo, cuando no es consciente de ser custodio de todo lo que el Creador nos dio y nos da. Pero la misericordia de Dios puede hacer florecer hasta la tierra más árida; puede hacer revivir incluso los huesos secos (cf. Ez 37, 1-14).
He aquí, pues, la invitación que hago a todos: ¡Acojamos la gracia de la resurrección de Cristo! Dejémonos renovar por la misericordia de Dios, dejémonos amar por Jesús, dejemos que la fuerza de su amor transforme también nuestra vida; y hagámonos instrumentos de esta misericordia, cauces a través de los cuales Dios pueda regar la tierra, tutelar toda la creación y hacer que florezcan la justicia y la paz.
Así, pues, pidamos a Jesús resucitado, que transforma la muerte en vida, que cambie el odio en amor, la venganza en perdón, la guerra en paz. Sí: Cristo es nuestra paz, e imploramos por medio de él la paz para el mundo entero.
Paz para el Oriente Medio, especialmente entre israelíes y palestinos, a los que les cuesta encontrar el camino de la concordia, para que reanuden las negociaciones con determinación y disponibilidad, con vistas a poner fin a un conflicto que dura ya demasiado tiempo. Paz para Iraq, para que cese definitivamente toda violencia; y, sobre todo, para la querida Siria, para su población afectada por el conflicto y para los numerosos refugiados que esperan ser ayudados y consolados. ¡Cuánta sangre ha sido derramada! ¿Y cuántos sufrimientos han de padecerse todavía, antes de que se consiga encontrar una solución política a la crisis?
Paz para África, escenario aún de conflictos sangrientos. Para Malí, para que vuelva a encontrar unidad y estabilidad; y para Nigeria, donde lamentablemente no cesan los atentados, que amenazan gravemente la vida de tantos inocentes, y donde muchas personas, incluso niños, están siendo rehenes de grupos terroristas. Paz en el este de la República Democrática del Congo y en la República Centroafricana, donde muchos se ven obligados a abandonar sus hogares y viven todavía con miedo.
Paz en Asia, sobre todo en la península coreana, para que se superen las divergencias y madure un espíritu renovado de reconciliación.
Paz a todo el mundo, aún tan dividido por la codicia de quienes buscan fáciles ganancias, herido por el egoísmo que amenaza a la vida humana y a la familia; egoísmo que prosigue la trata de personas, la esclavitud más extendida en este siglo veintiuno: ¡la trata de personas es precisamente la esclavitud más extendida en este siglo veintiuno! ¡Paz a todo el mundo, desgarrado por la violencia ligada al tráfico de drogas y a la explotación inicua de los recursos naturales! ¡Paz a esta tierra nuestra! Que Jesús resucitado traiga consuelo a quienes son víctimas de calamidades naturales y haga de nosotros unos custodios responsables de la creación.
¡Queridos hermanos y hermanas! A todos los que me escucháis en Roma y en todas las regiones del mundo, os dirijo la invitación del Salmo: «Dad gracias al Señor porque es bueno, / porque es eterna su misericordia. / Diga la casa de Israel: / “Eterna es su misericordia”» (Sal 117, 1-2).
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